Mayo de 2000

HAY MUCHA GENTE BUENA

por el P. Javier Andrés Ferrer, mCR

 

La bondad... con música

Sucedió en el mes de diciembre. La noche había caído sobre París y con ella el frío glacial del invierno. Un anciano, algo encorvado por el peso de los años, vagaba por las calles de París apoyado en su bastón. Bajo el brazo llevaba un violín. Muchas noches eran como ésta, porque así de pobre era su vida. Llegó hasta la plaza de Fontaines y, al ver que en las casas había luz, desenfundó su viejo violín, lo templó en un momento, se lo puso en el hombro y empezó a desgranar algunas notas frías y discordes como el frío invernal. Nadie salía al balcón a escucharle. Nadie se paraba en la calle ni siquiera para ver quién era aquel pobre hombre. ¡Era tan deplorable la melodía que intentaba hacer sonar! Hacía frío y sus dedos no respondían.
El viejo violinista, derrotado, dejó de tocar y pensaba para sí que ya era demasiado viejo para hacer sonar su violín. Se sentó en el suelo. Lloraba. ¿De qué iba a vivir ahora? Moriría en la miseria, sin compañía alguna... y de frío.
Estaba sumergido el pobre viejo en su triste llanto cuando escuchó a lo lejos tres melodiosas voces que se mezclaban juguetonas y armoniosas. Eran tres jóvenes. Venían cantando con los brazos unidos por los hombros. Tan sumidos estaban en su impecable canción que ni siquiera vieron al anciano y tropezaron con él. Uno de ellos cayó al suelo. Se acabó la música. Los jóvenes rieron y pidieron perdón.
-Buen anciano, ¿le hemos hecho daño?
-No, seguid con vuestra canción. ¡Cantáis muy bien! ¡Me gusta escucharos!
-¡Mirad, un violín!, gritó uno de ellos. ¿Es vuestro?
-¿Sois músico?
-Lo fui en otro tiempo.
Por las mejillas del viejo volvieron a correr las lágrimas. El anciano se recobró y, mirando a los tres jóvenes, les suplicó una limosna para pasar la noche bajo techo. Los tres jóvenes metieron las manos en sus bolsillos. Estaban vacíos. Los bolsillos sí, pero no sus almas. Y uno de ellos, audaz, ocurrente, alentó a los otros:
-Muchachos, buscaremos dinero, que es lo que nos hace falta. Tú, Adolfo, coge el violín, y tú, Gustavo, acompáñale con tu voz. Yo, entre tanto, pasaré el sombrero. Y así lo hicieron.
El violinista comenzó a interpretar la famosa melodía de El Carnaval de Venecia. Las ventanas comenzaron a abrirse para curiosear y los transeúntes se paraban alrededor de los músicos. Todos escuchaban emocionados el gemir de aquel viejo violín. Acabó la pieza y empezaron los aplausos. El otro joven pasó por los circundantes el viejo sombrero del anciano que poco a poco se fue llenando de algunas monedas. El tenor se puso en el centro del círculo para interpretar la preciosa balada Venid, gentil señora. La voz era maravillosa: dulce y potente a la vez. Acabó la pieza con maestría y el público, que empezaba a ser numeroso, pidió más música. El sombrero se llenaba cada vez más. El anciano no salía de su asombro. Los tres jóvenes deliberaron un momento y al poco ya estaba sonando una vez más el violín acompañado por las otras dos voces que ejecutaban el duetto del Guillermo Tell de Rossini. El anciano, al oír las frescas notas de su violín cansado, rejuveneció y se puso al frente del terceto marcando el compás. Lo hacía con maestría. Los presentes aplaudían complacidos y el sombrero estaba casi lleno.
Acabado el recital, los tres jóvenes cogieron su dinero y se lo dieron por entero al abuelo. El anciano, emocionado, les decía con voz trémula:
-Me llamo Chappuir y soy alsaciano. Durante diez años he sido director de orquesta en Estrasburgo. Desde que salí de mi patria, la enfermedad y la miseria me han perseguido. Gracias por esta noche, porque con este dinero podré volver a mi casa donde tengo amigos que me echarán una mano. Esta noche me encomendé a santa Cecilia y ella me ha valido por medio de vosotros. Dios bendecirá vuestros talentos porque los sabéis poner al servicio de los más necesitados. Que Dios os ampare siempre. Lo presiento: seréis grandes entre los grandes.
El anciano no se equivocó. Aquellos jóvenes generosos y honrados fueron y son admiración de muchos en la historia de la música. Todos llegaron a tener fama extraordinaria, especialmente aquel que tuvo la grandeza de corazón de ayudar al pobre anciano desvalido. Hoy todos lo conocemos por ser el compositor de una de las piezas clásicas más cantadas en honor de la Virgen Santísima: el Ave María. Se llamaba Charles Gounod.
Es innegable el gran talento que debió tener Charles Gounod para componer las piezas musicales que le han merecido la fama mundial. Dios a todos nos da talentos, a cada uno los suyos. En nosotros está el saberlos utilizar para su mayor gloria. Unos los utilizan para el propio bien y otros saben repartirlos para no ser ellos los únicos beneficiados. Eso mismo hicieron aquellos tres jóvenes. Especialmente Gounod, que no sólo tuvo la gentil idea de ayudar a aquel pobre hombre que se había encomendado a santa Cecilia, la patrona de los músicos, sino que también supo ofrendar a Dios con sus talentos dedicando una de sus más hermosas composiciones a la Santísima Virgen María.
Como ven, hay gente buena en todas partes y de toda condición. También entre los grandes compositores hay muy buenos compositores.

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Revista 653