por el P. Javier Andrés Ferrer, mCR
Sucedió en el mes de diciembre. La noche había caído sobre París y con
ella el frío glacial del invierno. Un anciano, algo encorvado por el peso de
los años, vagaba por las calles de París apoyado en su bastón. Bajo el brazo
llevaba un violín. Muchas noches eran como ésta, porque así de pobre era su
vida. Llegó hasta la plaza de Fontaines y, al ver que en las casas había luz,
desenfundó su viejo violín, lo templó en un momento, se lo puso en el hombro
y empezó a desgranar algunas notas frías y discordes como el frío invernal.
Nadie salía al balcón a escucharle. Nadie se paraba en la calle ni siquiera
para ver quién era aquel pobre hombre. ¡Era tan deplorable la melodía que
intentaba hacer sonar! Hacía frío y sus dedos no respondían.
El viejo violinista, derrotado, dejó de tocar y pensaba para sí que ya era
demasiado viejo para hacer sonar su violín. Se sentó en el suelo. Lloraba.
¿De qué iba a vivir ahora? Moriría en la miseria, sin compañía alguna... y
de frío.
Estaba sumergido el pobre viejo en su triste llanto cuando escuchó a lo lejos
tres melodiosas voces que se mezclaban juguetonas y armoniosas. Eran tres
jóvenes. Venían cantando con los brazos unidos por los hombros. Tan sumidos
estaban en su impecable canción que ni siquiera vieron al anciano y tropezaron
con él. Uno de ellos cayó al suelo. Se acabó la música. Los jóvenes rieron
y pidieron perdón.
-Buen anciano, ¿le hemos hecho daño?
-No, seguid con vuestra canción. ¡Cantáis muy bien! ¡Me gusta escucharos!
-¡Mirad, un violín!, gritó uno de ellos. ¿Es vuestro?
-¿Sois músico?
-Lo fui en otro tiempo.
Por las mejillas del viejo volvieron a correr las lágrimas. El anciano se
recobró y, mirando a los tres jóvenes, les suplicó una limosna para pasar la
noche bajo techo. Los tres jóvenes metieron las manos en sus bolsillos. Estaban
vacíos. Los bolsillos sí, pero no sus almas. Y uno de ellos, audaz, ocurrente,
alentó a los otros:
-Muchachos, buscaremos dinero, que es lo que nos hace falta. Tú, Adolfo, coge
el violín, y tú, Gustavo, acompáñale con tu voz. Yo, entre tanto, pasaré el
sombrero. Y así lo hicieron.
El violinista comenzó a interpretar la famosa melodía de El Carnaval de
Venecia. Las ventanas comenzaron a abrirse para curiosear y los transeúntes se
paraban alrededor de los músicos. Todos escuchaban emocionados el gemir de
aquel viejo violín. Acabó la pieza y empezaron los aplausos. El otro joven
pasó por los circundantes el viejo sombrero del anciano que poco a poco se fue
llenando de algunas monedas. El tenor se puso en el centro del círculo para
interpretar la preciosa balada Venid, gentil señora. La voz era maravillosa:
dulce y potente a la vez. Acabó la pieza con maestría y el público, que
empezaba a ser numeroso, pidió más música. El sombrero se llenaba cada vez
más. El anciano no salía de su asombro. Los tres jóvenes deliberaron un
momento y al poco ya estaba sonando una vez más el violín acompañado por las
otras dos voces que ejecutaban el duetto del Guillermo Tell de Rossini. El
anciano, al oír las frescas notas de su violín cansado, rejuveneció y se puso
al frente del terceto marcando el compás. Lo hacía con maestría. Los
presentes aplaudían complacidos y el sombrero estaba casi lleno.
Acabado el recital, los tres jóvenes cogieron su dinero y se lo dieron por
entero al abuelo. El anciano, emocionado, les decía con voz trémula:
-Me llamo Chappuir y soy alsaciano. Durante diez años he sido director de
orquesta en Estrasburgo. Desde que salí de mi patria, la enfermedad y la
miseria me han perseguido. Gracias por esta noche, porque con este dinero podré
volver a mi casa donde tengo amigos que me echarán una mano. Esta noche me
encomendé a santa Cecilia y ella me ha valido por medio de vosotros. Dios
bendecirá vuestros talentos porque los sabéis poner al servicio de los más
necesitados. Que Dios os ampare siempre. Lo presiento: seréis grandes entre los
grandes.
El anciano no se equivocó. Aquellos jóvenes generosos y honrados fueron y son
admiración de muchos en la historia de la música. Todos llegaron a tener fama
extraordinaria, especialmente aquel que tuvo la grandeza de corazón de ayudar
al pobre anciano desvalido. Hoy todos lo conocemos por ser el compositor de una
de las piezas clásicas más cantadas en honor de la Virgen Santísima: el Ave
María. Se llamaba Charles Gounod.
Es innegable el gran talento que debió tener Charles Gounod para componer las
piezas musicales que le han merecido la fama mundial. Dios a todos nos da
talentos, a cada uno los suyos. En nosotros está el saberlos utilizar para su
mayor gloria. Unos los utilizan para el propio bien y otros saben repartirlos
para no ser ellos los únicos beneficiados. Eso mismo hicieron aquellos tres
jóvenes. Especialmente Gounod, que no sólo tuvo la gentil idea de ayudar a
aquel pobre hombre que se había encomendado a santa Cecilia, la patrona de los
músicos, sino que también supo ofrendar a Dios con sus talentos dedicando una
de sus más hermosas composiciones a la Santísima Virgen María.
Como ven, hay gente buena en todas partes y de toda condición. También entre
los grandes compositores hay muy buenos compositores.