por Dom Antonio María, O.S.B
Tres de marzo de 1953. El médico Luis García Andrade, de Madrid, atiende en
su consulta a la niña de dos años y medio María Victoria Guzmán Gascó, que
padece una infección agravada con trastornos de meninge. A veces sufre
convulsiones que duran entre cinco y diez minutos, con rigidez en las manos y en
las piernas. El dignóstico no deja ninguna esperanza: se trata de una
meningitis tuberculosa. A pesar de llevar un tratamiento riguroso, el estado de
María Victoria empeora, hasta tal punto que el 8 de marzo parece muerta: ojos
hundidos, ventanas de la nariz pinzadas, respiración imperceptible, cuerpo
frío como el mármol y carente de reacciones.
Entonces una persona declara que se habría podido salvar a la niña si se la
hubiera encomendado al P. Rubio. La madre, pensando que nada es imposible para
Dios, pide que busquen una reliquia del sacerdote. Tomando a su hija entre sus
brazos, se la aplica por todo el cuerpo implorando: "Padre Rubio, haga todo
lo que pueda" queriendo decir con ello que si vuelve a la vida que sea con
buena salud, pues según los médicos, en el caso improbable de que
sobreviviera, María Victoria se quedaría ciega y disminuida mentalmente.
Al cabo de un rato, ante el general asombro, María Victoria abre los ojos, se
sienta en brazos de su madre y dice: "Mamá, ponme los zapatos nuevos y
vamos de paseo". El 10 de marzo, llevan a María Victoria a la consulta del
Dr. Andrade. Un análisis de sangre revela que los síntomas que, cuatro días
antes, habían producido un diagnóstico tan alarmante han desaparecido.
"Es un verdadero milagro del padre Rubio, declara el médico. No se vaya de
Madrid sin pasar por la casa de los jesuitas y contárselo todo al padre
Cuadrado" (vicepostulador para la beatificación del padre Rubio).
Tal prodigio es estudiado por los doctores Bosch Marín, miembro de la Academia
de medicina, y Torres Gost, director del Hospital de enfermedades infecciosas. A
sus dos años y medio, esa niña curada milagrosamente no puede ser una
neurótica, ni una impostora. Además, los análisis revelan que ha padecido una
infección orgánica aguda, de la que se ha curado súbitamente y sin la más
mínima secuela psíquica. Los médicos de la comisión médica de la
Congregación para las causas de los santos reconocerán, el 27 de junio de
1984, que la curación fue "instantánea, completa y permanente, sin
ninguna explicación natural". Aquel milagro sirvió para la beatificación
del padre Rubio.
Largos momentos con MARÍA
Pero, ¿quién es el Beato padre Rubio? José María Rubio Peralta viene al
mundo en la villa andaluza de Dalias, Almería, el 22 de julio de 1864. Fue el
mayor de doce hermanos, de los que sólo sobrevivieron cinco, cuatro mujeres y
uno varón. Sus padres, agricultores, son muy buenos cristianos y, cada noche,
rezan el Rosario en familia. El Ave María es una plegaria que viene del Cielo.
"Los cristianos, dice el Papa Juan Pablo II, aprenden a rezar esa oración
en familia desde su más tierna infancia, recibiéndola como un precioso don que
hay que conservar durante toda la vida. Esa misma plegaria, repetida una y otra
vez en el Rosario, ayuda a que muchos fieles puedan entrar en la contemplación
orante de los misterios evangélicos y a permanecer en ocasiones largos momentos
en contacto íntimo con la Madre de Jesús... Piden a la Madre del Señor que
los acompañe y los proteja por el camino de la existencia cotidiana"
(15.11.1995). De hecho, la intercesión de María produce abundantes frutos de
santidad, y despierta vocaciones.
José María frecuenta la iglesia desde muy pequeño y, cuando la encuentra
cerrada, pide la llave al sacristán para poder rezar ante el Santísimo
Sacramento. Lo que revela en él un espíritu sobrenatural. Es muy afectuoso con
los suyos y estudioso en la escuela. Después de sus estudios de filosofía y de
teología en el seminario de Granada, José María es ordenado sacerdote en
1887. Nombrado primero vicario y después párroco, cumple además durante trece
años con el oficio de capellán de las religiosas bernardinas. En su apostolado
sacerdotal, cuida de los enfermos y de los pobres, a los que instruye en las
verdades de la fe. "Daba gusto oírlo", dirá un testigo. A través de
su lenguaje sencillo, sin afectación, es Dios mismo quien pasa. En el
confesionario, ofrece una dirección espiritual exigente, pero quienes recurren
a su ayuda le son fieles más tarde, incluso si su dirección exige que
abandonen los malos hábitos. Consigue que sus penitentes se comprometan a
realizar los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, los sumerge en lo
sobrenatural enseñándoles a conversar con Dios en la meditación y en la
oración, a realizar el examen de conciencia, a soportar por amor a Dios las
dificultades de la vida.
La "Guardia de honor" y las "Marías"
En 1905, su padre abandona este mundo hacia la eternidad. Aquel dolor deja libre
al cuadragenario don José María, pues ya desde el seminario había deseado
ingresar en los jesuitas, pero sus padres no se lo habían permitido. Así, en
1906 ve realizado su deseo. En el noviciado de los jesuitas, el padre Rubio se
entrega con fervor a la oración y a la penitencia. Escribe: "Todo me viene
de Dios y todo debe retornar a Él. Por eso mi corazón debe amar a mi dulce
Señor, a Jesús, mi bien, mi reposo, mi consuelo, mi riqueza, y en el cielo, un
día, mi gozo y mi gloria eternos".
Se le asignan diversos ministerios. El Congreso Eucarístico Internacional de
Madrid, en 1911, suscita una renovación de la práctica religiosa y de los
actos de piedad hacia la Sagrada Eucaristía. Entre ellos, se le confía al
padre Rubio la Guardia de honor del Sagrado Corazón, que reúne a sus miembros
para los oficios religiosos, los primeros viernes de mes (con la hora santa la
víspera), los primeros domingos de mes, en el retiro mensual, la novena de la
festividad del Sagrado Corazón y los actos caritativos. El padre Rubio desvela
muy pronto sus cualidades de organizador. Hay que añadir a ello otra obra: la
de las Marías de los sagrarios. Se trata de proveer con Marías adoradoras los
solitarios sagrarios abandonados por los cristianos. El padre exige de esas
Marías que representan a las santas mujeres que se hallaban en el Gólgota,
cerca de la cruz de Jesús, que abandonen toda vida mundana: ni novelas, ni
modas, ni bailes, y les enseña a vivir en las virtudes sobrenaturales de la fe,
la esperanza y la caridad.
Las horas santas organizadas por el padre Rubio conocen un gran éxito y
suscitan profundas transformaciones espirituales. La adoración del Santísimo
Sacramento es, en efecto, un ejercicio sumamente útil para las almas. Cristo
Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por
nosotros, está presente de múltiples maneras en su Iglesia, pero sobre todo
bajo las especies eucarísticas (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 1373).
En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están "contenidos verdadera,
real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad
de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero" (CIC,
1374).
La Iglesia católica ha rendido y sigue rindiendo culto de adoración al
sacramento de la Eucaristía, incluso fuera de la celebración de la Misa. Y lo
hace conservando con el mayor de los cuidados las hostias consagradas,
presentándolas con solemnidad a los fieles para que las veneren, y llevándolas
en procesión. "La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto
eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos
tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe
y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra
adoración" (Juan Pablo II, cf. CIC, 1380).
Una sencillez cautivadora
El éxito de los sermones del padre Rubio es tal que incluso logra asombrar a
sacerdotes y jesuitas. Las multitudes se acercan para oírlo. "Conseguía
penetrar en los corazones como el filo de un cuchillo", se dirá de él
más tarde. Sin embargo, humanamente hablando, el padre Rubio es un predicador
sin talento, y no hay nada extraordinario en su doctrina, en su estilo o en su
elocución. Se expresa con una sencillez algo ingenua, como en una conversación
privada, compartiendo con las almas su profunda vida interior.
Un día, hablando por ejemplo del deber de reparar las faltas cometidas, decía
lo siguiente: "Queridos hermanos, ¿acaso hay una forma mejor de
repararlas? Cumplid con vuestro deber. Vosotros, padres de familia, cumplid con
vuestra hermosa misión. Vosotras, esposas que me estáis escuchando, cumplid
cada una a la perfección con vuestro deber en la vocación en que os ha situado
el Divino Corazón. El cumplimiento del deber exige sacrificio". Y, con su
lenguaje sencillo y accesible a todos, no duda en afirmar que faltar gravemente
a su deber de estado y rehusar el sacrificio es seguir el camino del infierno;
entonces resulta necesaria una conversión sincera para volver a tomar la senda
del cielo.
En sus sermones, el padre Rubio repite sin cesar las mismas cosas, pero las
almas se dejan arrebatar siempre por el arrepentimiento y el amor. Les habla de
los últimos momentos del hombre: de la muerte, del juicio final, del cielo y el
infierno. En nuestros días "se habla poco de las postrimerías -decía el
Papa Pablo VI-. Pero el Concilio Vaticano II nos recuerda las solemnes verdades
escatológicas que nos conciernen, incluso la terrible verdad de un posible
castigo eterno al que llamamos infierno, del que Jesucristo habla sin
reticencias" (Audiencia del 8-IX-1971). El mismo Papa decía además:
"Uno de los principios fundamentales de la vida cristiana es que debe
vivirse en función de su destino escatológico futuro y eterno. Sí, hay
realmente de qué temblar. Escuchemos otra vez la profética voz de san Pablo:
Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación (Fp 2,12). La gravedad y la
incertidumbre de nuestra suerte final han sido siempre un abundante objeto de
meditación y una fuente de energía sin igual para la moral, así como para la
santidad de la vida cristiana" (28-IV-1971).
Perspectiva...
Con motivo del 2 de noviembre de 1983, el Papa Juan Pablo II decía: "Las
reflexiones que nos sugiere la conmemoración de los difuntos nos sumergen en el
gran tema de los últimos momentos: muerte, juicio final, infierno y paraíso.
Es la perspectiva que debemos mantener sin cesar ante nuestros ojos, es el
secreto para que la vida adquiera pleno sentido y se desarrolle cada día con la
fuerza de la esperanza. Meditemos con frecuencia sobre las postrimerías y
comprenderemos mucho mejor el significado de la vida".
Los santos creyeron en todas las épocas en la enseñanza de la Iglesia sobre
los últimos momentos, incluida la existencia del infierno, dogma difícil de
admitir para las mentalidades modernas, más tributarias de las apariencias y de
los sentimientos que sometidas a la luz de la fe. El beato Federico Ozanam
escribía lo siguiente: "Algunos contemporáneos no pueden soportar el
dogma de la eternidad de las penas del infierno, y lo encuentran inhumano; pero,
¿pueden acaso amar más a la humanidad o tener una conciencia más precisa de
lo que es justo e injusto que san Agustín y santo Tomás, que san Francisco de
Asís y san Francisco de Sales? Así pues, no es que amen más a la humanidad,
sino que tienen un sentimiento menos intenso del horror del pecado y de la
justicia de Dios".
Al mismo tiempo que enseña esas verdades de salvación, el padre Rubio no deja
de exhortar a sus oyentes para que depositen su confianza en Dios,
recordándoles que Él ha puesto a su disposición abundantes medios
sobrenaturales para ganar el cielo: oración, penitencia, frecuencia de los
sacramentos, perdón de las ofensas, etc. Su método, basado en la confianza del
poder de la gracia, desbarata los temores pusilánimes. Un día en que va a
predicar a los barrios populares de entrevías y Vallecas, le recomiendan
encarecidamente que hable de cuestiones sociales sin decir ni una sola palabra
sobre la confesión. A pesar de ello, el jesuita aborda únicamente ese tema y,
nada más terminar, todos los hombres sin excepción se arrodillan en el barro
pidiendo la confesión.
Bajo una escalera
Apoyándose en las siguientes frases del profeta Isaías: Haced justicia al
huérfano, abogad por la viuda. Venid, pues, y disputemos... Aunque fueren
vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán (1,17-18), y en las
del profeta Daniel: Rompe tus pecados con obras de justicia (4,24), el padre
Rubio recomienda la práctica de las buenas obras y el cuidado de los pobres.
Él mismo da ejemplo de ello, y cada día recibe cartas reclamando ayuda. Tiene
que encontrar asilo para unos ancianos, dotes para futuras religiosas, trabajo
para unos parados, además de recomendar a mujeres como asistentas, regularizar
matrimonios, resolver litigios, conseguir limosnas para mendigos, visitar
lisiados, etc. Al no poder atenderlo todo, pide ayuda a los seglares. "En
el locutorio, donde esperaba mantener con él una entrevista espiritual -contó
una de sus penitentes-, me dijo varias veces con gran delicadeza: -Ya hablaremos
mañana. ¿Quiere sustituirme en una obra de caridad? Bajo una escalera, en tal
número de tal calle hay una pobre tuberculosa. Es un alma en quien Jesús se
complace. Se encuentra muy angustiada".
Al padre Rubio le gusta entronizar al Sagrado Corazón (es decir, situar una de
sus imágenes en un lugar de honor). Llegó a hacer 10.000 entronizaciones en 18
años, y no solamente en los palacios y en las escuelas, sino también en los
más pobres tugurios. Lo hace, por ejemplo, en una vaquería, en la que el
dueño duerme en el establo, colocando una imagen del Sagrado Corazón encima
del comedero de los animales.
Llega a fundar y a dirigir cuatro conferencias de San Vicente de Paúl. Se
dedica mucho a los enfermos, y dice que ese cuidado ayuda a quienes tienen el
alma en mal estado a entegrarse mejor, y, en general, a las personas que son
poco simpáticas. Cuando pasea a pie con un compañero, ambos rezan el Rosario y
lo terminan con una oración en una iglesia.
En una ocasión, una mujer mayor le dice: Venga esta tarde a confesar a un
moribundo", y le da la dirección. Cuando el padre Rubio llama a la puerta,
le abre un joven que estaba tocando el piano. El religioso pronuncia el nombre
del "enfermo", y el hombre dice: -Soy yo. -Perdone, me habían dicho
que había un moribundo. El hombre se echa a reír, invitando luego al
visitante, que ha subido tres pisos, a descansar un poco. Así que el padre
entra, al mirar una fotografía, reconoce a la mujer mayor que, esa mañana, le
había dicho que se dirigiera allí: -Es mi madre; hace mucho que falleció.
-Sí, pero esa es la mujer que me ha dado su nombre y dirección, y que me ha
dicho que fuera a confesar a un moribundo. -Espere un poco, dice el hombre, y
confiéseme. Al día siguiente por la mañana, el músico fue encontrado muerto
en la cama.
El padre Rubio acude a los suburbios alejados de la capital, donde, roído por
la miseria y la envidia, se amontona el desecho de la ciudad, donde los traperos
viven encima de las inmundicias. Quiere evangelizar sistemáticamente a esa
gente, pero una sotana no resulta bienvenida en esos barrios. No hay Misa, ni
siquiera un lugar donde celebrarla, y nadie siente necesidad de ello, como
tampoco la necesidad de una escuela católica. Con la ayuda de un compañero
jesuita, el padre Rubio consigue comprar un terreno y construir una iglesia y
dos escuelas en medio de los traperos.
Lleno de confusión
Mediante todas esas obras, el padre Rubio mantiene en sí mismo una intensa vida
espiritual. En 1917, Dios le obliga a pasar por duras pruebas interiores y por
crisis de escrúpulos, a lo que hay que añadir algunas persecuciones del
exterior, pues algunos compañeros están en total desacuerdo con sus proyectos
y con sus métodos, se burlan de sus obras y pretenden que quiere acapararlo
todo. A pesar de aquellas humillaciones, él manifiesta una paciencia poco
común y confiesa con sinceridad su insuficiencia: "No sé cómo me ve
Dios. Seguro que mal, me temo. Rezad por mí. Camino lleno de confusión al ver
el estado de mi alma. Mis amigos conseguirán que Jesús tenga misericordia de
mí". No obstante, según él, hay que saber aprovechar los defectos y las
imperfecciones de cada uno para perseverar en la humildad, y él mismo sigue los
consejos de sus superiores, de sus iguales y de sus inferiores.
Desde su juventud, durante la cual tuvo que tomarse un año de descanso, el
padre Rubio nunca se había cuidado, fatigándose incluso en exceso. Un día, el
médico le diagnostica una angina de pecho. Su superior decide enviarlo a
descansar al noviciado de Aranjuez, pero el padre Rubio no se hace ilusiones:
"Me voy a Aranjuez para morir". Sin otra cosa más que su crucifijo y
dos diarios personales, sube al automóvil que le han procurado dos de sus hijas
espirituales, quienes se lamentan de verlo partir: "Ya no me necesitáis
-les dice-. Sabéis cuál es el camino que conduce al cielo y es lo único que
os falta por hacer".
"Estoy aquí para arreglar mis asuntos con Dios y para descansar",
dice al llegar a Aranjuez. El 2 de mayo de 1929, víspera del primer viernes de
mes, dice a su superior: "Padre, ¡qué día tan bueno el de mañana para
subir al cielo desde hoy!". Desde su ordenación sacerdotal, 41 años
antes, había repetido sin cesar su deseo de morir un primer jueves de mes, para
celebrar mejor en el cielo el primer viernes. Hacia las seis de la tarde se
siente muy mal. Recibe inmediatamente los últimos sacramentos. Poco después
expira, dejando su cuerpo en la tierra, mientras su alma entra en la indecible
felicidad del cielo.
Al proclamar Beato al padre José María Rubio, el 6 de octubre de 1983, el Papa
Juan Pablo II lo presentó como a un "verdadero otro Jesucristo". Que
podamos nosotros también, con la ayuda de la Virgen María y de san José,
llegar a ser unos perfectos discípulos del Salvador.
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