Agosto-Septiembre 1999
VENERABLE P. ESTEBAN PERNET,
FUNDADOR DE LAS HERMANITAS DE LA ASUNCIÓN
PARA
LA RECRISTIANIZACIÓN DE LAS FAMILIAS OBRERAS
(1824-1899)
por + José Ricart Torrens
El 3 de abril de 1899, lunes de Pascua, en el 41 aniversario
de su ordenación sacerdotal, moría en París el P.
Esteban Pernet, agustino de la Asunción, cuyo ideal era la conquista
universal de las familias obreras. En 1865 fundó, junto con la M.
María de Jesús, la Congregación de Hermanitas de la
Asunción con esta única finalidad: la recristianización
de las familias obreras. El medio para lograrla: el cuidado a domicilio
y gratuito de los obreros y enfermos pobres. A ellas dejó esta consigna:
“La regla que tenéis es para el pasado, para el presente y para
el porvenir: no cambiéis nada de ella”. Mosén José
Ricart conoció, quiso mucho esta Congregación y se sentía
plenamente identificado con el espíritu que le había infundido
su fundador, como había manifestado en multitud de ocasiones. Así
lo refleja la semblanza que de él publicó en AVE MARÍA
de diciembre de 1988. La reproducimos con motivo del centenario del glorioso
tránsito del P. Esteban Pernet.
A. M.
DE ALCURNIA OBRERA
En Vellexon, pueblecito del este de Francia, el 23 de julio de 1824, nacía
Esteban Pernet. Su padre, Claudio, era el herrero del pueblo y cultivaba
algunas tierras. Su madre, Magdalena, asistía a las mujeres cuando
iban a dar a luz y cuidaba a los enfermos, casi siempre gratuitamente.
Por donde pasaba era portadora de paz, y la apreciaban tanto en el pueblo,
que la llamaban “Magdalena la santa”.
Esteban asistía a las clases de catecismo. Un día el
párroco habló del sacerdocio y terminó la clase diciendo:
“¿Quién sabe si entre vosotros habrá alguno que sea
sacerdote?” Esteban sintió arder un fuego en su corazón y
se dijo convencido: “Ese seré yo”. Pero aun no había cumplido
los catorce años cuando su padre moría después de
corta enfermedad. Magdalena asumió sola el sostenimiento de los
cuatro hijos, el mayor de los cuales era Esteban que, en la escuelita parroquial,
había iniciado sus estudios dirigidos al sacerdocio. Su buena y
piadosa madre no quiso sacrificar la vocación de Esteban para solucionar
sus problemas económicos, y aquel mismo año el niño
ingresó en la escuela latina de Membray. De allí pasó
al Seminario de Vescul para estudiar Filosofía y luego al de Besançon
para empezar la Teología.
EN LAS SOMBRAS DE LA INCERTICUMBRE
Al cabo de dos años, antes de recibir Órdenes, Esteban
siente un fuerte temor de las responsabilidades del ministerio pastoral,
y regresa a su pueblo natal, enfermo, agotado por la terrible lucha interior
que ha debido soportar. Entonces comienza para él una época
difícil. Se siente llamado al servicio de Dios, y busca dolorosamente
la manera de corresponder al llamamiento. Al mismo tiempo se ve obligado
a ganarse la vida. Es, sucesivamente, celador de estudios en un colegio,
preceptor en una familia y, en 1848, lo hallamos en París, en precaria
situación económica y siempre con la angustia: “¿Qué
queréis de mí, Dios mío?”
Después de una ferviente súplica a Nuestra Señora
de las Victorias, le ponen en contacto con el Rdo. D’Anzon, el sacerdote
providencial que orientará su vida. Es el Vicario general de la
diócesis de Nimes, que ha emprendido la defensa de la enseñanza
cristiana y ha instituido para ello un colegio. Pero quiere hacer más:
con los profesores del mismo, desea fundar una Congregación religiosa.
UNA BRECHA DE LUZ
El Rdo. D’Alzon queda satisfecho de las cualidades que descubre en
Esteban Pernet. Y éste, en lugar de intimidarse por la inteligencia
elevada, la distinción, el carácter impulsivo del director,
se siente completamente conquistado. Nunca había hallado un alma
de semejante envergadura, que con una sola palabra supiera barrer todas
sus vacilaciones, y que le abriera amplios horizontes sobre el amor de
Jesucristo y los destinos de la Iglesia. Reanuda sus estudios sacerdotales
y empieza su noviciado en la naciente Congregación de Agustinos
de la Asunción. Al año y medio de su llegada, el día
de Navidad de 1850, aprobada ya la Congregación por el obispo de
la diócesis, se permite al padre D’Alzon y a otros cuatro religiosos
que pronuncien los primeros votos. Uno de los cuatro es el hermano Esteban
Pernet. El Sábado Santo, 3 de abril de 1858, recibe el sacerdocio.
Pero su madre no tiene el gozo de asistir a su primera Misa, porque había
fallecido el año anterior.
DESCUBRIMIENTO DEL DOLOR
En el colegio de Nimes, el P. D’Alzon funda un patronato en el que
los jueves y domingos reúne a los niños pobres para darles
instrucción intelectual y religiosa. El P. Pernet está especialmente
encargado de ellos, se encuentra feliz entre sus alumnos, visita a sus
padres y se puede dar cuenta de lo que él llamará “el mal
del obrero”, y de los remedios que habría que aplicarle. Presencia
el triste espectáculo de los estragos causados en la familia obrera
por la enfermedad de uno de sus miembros, transportado al hospital y dejando
abandonados a los demás. Constata que en aquellas casas hay que
hacer y decir muchas cosas que ni el hombre ni el sacerdote pueden decir
ni hacer. “Me preguntaba, escribe más adelante, qué medio
habría que tomar. Evidentemente, hacía falta una mujer, y
una mujer religiosa... Pero yo no veía claro, no había en
mi mente nada definido, la hora de Dios no había llegado aún...”
Los hombres de Dios no se limitan a constatar el mal. Su celo
no les deja en reposo mientras no hayan probado de hacer lo imposible para
remediarlo. El P. Pernet, durante doce años, reza, sufre y espera
su hora cumpliendo las tareas que le son asignadas. Ve exactamente que
lo necesario es reconstruir la familia. Así dice: “Para rehacer
un estado social cristiano, hay que rehacer la familia cristiana. Toda
otra manera de proceder sería ineficaz. Hay que ir a la base: impedir
el divorcio, rehabilitar las uniones. Si la familia vuelve a ser cristiana,
la sociedad lo será naturalmente”. “Recristianizar la familia es
su idea-fuerza luminosa. Pero, prácticamente, un simple religioso,
¿qué medio podrá emplear?” Una vez más en la
vida del P. Pernet se presenta el gran problema: “Señor, ¿qué
debo hacer?”
LA HORA DE DIOS
Al terminar el curso escolar 1862-63, el P. Pernet es enviado a París.
Allí ejerce su ministerio, confiesa mucho, entra en contacto con
los más pobres, de modo que va arraigando en su alma la idea percibida
en Nimes.
A principios de 1864, al celebrar un día la santa Misa,
se siente sobrecogido por el Espíritu Santo. En el momento de la
Consagración, mientras tiene en sus manos el Cuerpo de nuestro Señor
Jesucristo, le ruega que le dé a conocer su voluntad... y recibe
la luz plena y completa. Ve súbitamente la manera de ayudar a la
familia obrera que lucha con la inseguridad, sobre la cual repercuten tan
pesadamente todas las dificultades económicas, sociales y morales,
y en la que tantas fuerzas disolventes quieren penetrar para arrancarla
de sus destinos espirituales. Ve a una religiosa que será la humilde
sierva de todos, que irá con amor fraterno y desinteresado a ayudar
y a cuidar a todos aquellos que necesiten ser ayudados y cuidados. Porque
amará a sus hermanos tal como son, dará testimonio del Señor
Jesús. Así, con un mismo y único gesto, aquella religiosa
aportará el socorro material tangible, concreto, que permitirá
a la familia probada por un rudo golpe, aguantar o superar la prueba, y
ofrecerá a las almas de buena voluntad el mayor tesoro que existe
en el mundo: la fe en el amor de Cristo que nos ama y se ha entregado por
nosotros. En la mente y en el corazón del P. Pernet, ha nacido la
Hermanita de la Asunción.
DIFÍCILES COMIENZOS
Un día de mayo de 1864, dos muchachas piden por el P. Pernet.
Se presentan como veladoras de enfermos y le piden trabajo. Con voz involuntariamente
emocionada, les pregunta: -¿Os ganáis la vida cuidando enfermos?
–Sí, padre, cuando los encontramos que pueden pagarnos. –Muy bien,
pero yo no tengo enfermos. No obstante, volved a verme, que me ocuparé
de lo que pedís. ¿Era ésta la ocasión providencial?
¿Podía revelar su plan? ¿No sería presuntuoso?...
Rezó, hizo penitencia, consultó a su superior y, cuando unos
días después volvieron aquellas dos jóvenes, se desarrolló
este diálogo:
-Hijas mías, ¿amáis a nuestro Señor?
–Claro que sí, padre. -¿Os sentís con ánimos
para hacer algo por Él? -¡Oh, sí! –Pues convengamos
en que seguiréis cuidando enfermos. Si se os presentan ricos, les
haréis pagar; pero nunca rechazaréis a los pobres, a los
que prestaréis vuestros cuidados gratuitamente, siempre gratuitamente.
¿Os parece bien?. La mayor, María Maire, acepta entuiasmada.
Su compañera no responde y pronto la deja.
A María Maire se unen otras dos muchachas y alquilan un
pisito. Contrariamente a lo que habían imaginado, los enfermos capaces
de pagar escasean cada día más, mientras que los pobres se
multiplican. Entonces comienzan a aplicar su regla: cuidar sólo
a los pobres y siempre gratuitamente. Son sostenidas en aquella vida heroica
por los buenos consejos del P. Pernet, que les da un reglamento y les manda
algunas limosnas que para ellas logra recoger.
El fundador se da cuenta de que ninguna de aquellas chicas tiene capacidad
para ser superiora. Le haría falta una persona con buena inteligencia
y con un corazón compasivo ante todas las miserias. Descubre esta
joya en una muchacha poco mimada por la naturaleza, huérfana desde
la infancia, que entonces dirige un orfelinato privado: Antonia Fage. En
el momento querido por la Providencia, el padre le pide que quiera cuidarse
de su pequeña familia religiosa. Después de hacerle pasar
algunos meses en compañía de las religiosas de la Asunción,
la asocia a su obra y da a sus hijas aquella madre incomparable, María
de Jesús, que ha merecido, como él, ser propuesta para la
gloria de los altares. En aquellos difíciles comienzos, las Hermanitas
de la Asunción viven como los más pobres y se alimentan con
la sopa que reparte la beneficencia.
Al cabo de algún tiempo, el buen padre teme que hacerlas vivir
en un tal grado de heroísmo sea tentar a Dios, falta de prudencia.
Y va a confiar sus dudas a su superior. ¿Será conveniente
continuar cuidando sólo a los pobres? ¿No sería mejor
aceptar también algunos enfermos capaces de pagar? El superior reflexiona
y le dice: “Guárdese muy bien de cambiar nada en su manera de obrar;
en ella está su originalidad; si la pierde, pierde también
su razón de ser”. Y fiel ya a su principio: “Cuando tengo de mi
parte a Dios y a mis superiores, no temo nada”, aquel hombre tímido
de antaño se enfrenta con todas las imposibilidades. Quiere que
la Hermanita no sea sólo una visitadora de enfermos, sino que, penetrando
en el hogar obrero con ocasión de la enfermedad, permanezca en él
toda la jornada, cuidando debidamente al enfermo y realizando los humildes
quehaceres domésticos, siempre gratuitamente, como hermana de sus
hermanos. Y esto como único y exclusivo medio para alcanzar la recristianización
de la familia obrera, pues dice: “Al rehacer las familias como Dios quiere
que sean, se rehace un pueblo de hijos de Dios”.
Plenamente consciente del peligro que puede acechar a la Hermanita
enviada “como cordero entre lobos”, la rodea de admirable solicitud en
su formación religiosa y apostólica. “La hermanita, dice,
ha de tener un alma de carmelita y un corazón de misionera”. Alma
de carmelita por la contemplación que ha de hacérsele habitual.
Y así un día escribe a una de sus hijas de Inglaterra: “La
Hermanita que permaneciera extraña a la vida de unión a Jesucristo,
que no mereciera ser llamada hija menor de Santa Teresa, sólo sería
una Hermanita manca de un brazo y coja de un pie”. Y un corazón
de misionera. Por eso dice: “La Hermanita que no estuviera pronta a ir
hasta el fin del mundo e incluso a morir, si fuera preciso, para salvar
a un alma, no sería una verdadera Hermanita”.
El P. Pernet, por sus tareas de fundador, no se exime nunca de la obediencia,
sino que siempre es exactísimo en ella, siendo ante todo un religioso
perfecto. Su fe, su humildad, su espíritu sobrenatural, le guían
en todas las cosas. En su convento, se hace el último y el más
pequeño de todos, guardando para sí los secretos del Rey,
pero esforzándose en dar gusto a todos los demás. Su superior
dice que sabe muy poco de las cosas que hace el P. Pernet, porque nunca
se vanagloria de ellas. Cuando está en casa, su lugar de preferencia
es la capilla, arrodillado junto a su confesonario, y allí va a
buscarle ante todo el hermano portero cuando alguien pide por él.
Pero si algún miembro de la Comunidad está enfermo, no sale
nunca de casa sin ir a ver cómo sigue y prestarle pequeños
servicios a su alcance.
LA OBRA CRECE Y SE AFIANZA
En 1875, la autoridad diocesana, viendo que la Congregación
está ya suficientemente organizada, la reconoce oficialmente y permite
que sus miembros emitan votos canónicos. Las vocaciones afluyen,
y la familia religiosa se va multiplicando, con lo que el P. Pernet puede
ir respondiendo a las numerosas peticiones de fundación que vienen
de los barrios populares de París y sus alrededores, de las ciudades
industriales de Francia y de los demás países. El ideal de
la vida del fundador fue siempre conquistar el mundo entero para Jesucristo.
La misión asignada a la Hermanita de la Asunción seguirá
siendo siempre “la recristianización de la familia obrera”; el medio
para conseguirla “el cuidado gratuito y a domicilio de los enfermos necesitados”,
pero los límites de su apostolado alcanzan el universo entero. Así
dice a las Hermanitas: “No sois bastante ambiciosas, hijas mías;
en vuestro amor a Jesucristo, en vuestro celo por la salvación de
las almas, no habéis de tener tregua ni descanso hasta que hayáis
cubierto la superficie de la tierra. Nada cuesta cuando se ama, y todo
es estrecho cuando se desea y se busca, ante todo el Reino de Dios y su
gloria”.
Y el padre hace lo que pide a sus hijas. A pesar de que los años
van aumentando sus dolencias físicas, visita cada año todas
las casas de Francia e Inglaterra. En 1893, a pesar de sus setenta años,
va a visitar a sus hijas de América del Norte, de donde llega lleno
de entusiasmo. Pero su vista disminuye, su salud deja mucho que desear.
Cae y se fractura una pierna, sin embargo parece que él se goza
en todo esto y exclama: “Sólo tengo un deseo y consiste en ver abiertas
todas mis venas para poder decir a nuestro Señor: Os lo he dado
todo. Mirad, hijas mías: el paraíso en la vida religiosa
consiste en sentir que la vida se agota y que la sangre se empobrece en
servicio de Dios”.
A medida que la Congregación va creciendo y extendiéndose,
el padre quiere afianzarla en la fidelidad a la Regla que le ha dado. Y
así dice: “Hijas mías, yo no viviré siempre, y me
sería muy penoso pensar que ibais a cambiar el fin que nos propusimos
para la regeneración de la familia. La Regla que tenéis es
para el pasado, el presente y el porvenir: no cambiéis nada en ella.
Tenéis que reemplazar a la madre de familia en casa de los pobres,
y no ser dama visitadora, ni simplemente enfermera, sino haceros toda a
todos para llevarlos a Dios. He aquí vuestro apostolado. Sed fieles
a él, porque si cambiáis alguna cosa, esta obra, que es querida
por Dios, subsistirá, pero pasará a otras manos”.
Recogemos estas palabras con todo su trascendental significado.
La postergación y la infidelidad a la Regla del P. Pernet daría
fin a la obra por él comenzada. Y creemos que el Señor haría
revivir la misma en otros ambientes y lugares, pues la continuidad del
empeño del P. Pernet no se limita a su seguimiento material. El
apostolado evangélico del P. Pernet supone la totalidad de su ideal:
asistir a las familias obreras, religiosas con hábito, y Fraternidades.
¡Es divinamente grandiosa la empresa verdadera del P. Pernet!
El Señor le reservaba una gran alegría en la tierra.
En 1896 va a Roma con el P. Picard, superior general, y el P. Emmanuel,
procurador general de los Agustinos de la Asunción, para pedir la
aprobación del Instituto de las Hermanitas. El 9 de marzo son recibidos
en audiencia privada por León XIII. El P. Emmanuel ha dejado el
relato siguiente del acontecimiento: "El P. Pernet estaba arrodillado ante
el Papa, cogiéndole la mano que besaba de cuando en cuando. Después
de una conversación familiar y afectuosa, el P. Picard planteó
la cuestión que tanto interés tenía para el P. Pernet:
-Santo Padre, el P. Pernet viene a presentar a sus hijas para el
bautismo. Y el Papa preguntó: -¿Cuántas son? –Unas
cuatrocientas. -¡Cuatrocientas!, exclama León XIII. –Y, ¿cuánto
tiempo hace que nacieron? –Treinta años. -¡Oh, entonces, dice
sonriendo, ya hace bien en presentarlas; hay que hacerlas bautizar, pues
hace mucho tiempo que nacieron!”.
La palabra decisiva había sido pronunciada. El 10 de abril
de 1897, el P. Pernet recibe el Breve Laudatorio, y lleno de gozo dice
a sus Hermanitas: “¡Ya están bautizadas! Ahora que Dios me
llame cuando guste”.
SACERDOTE POR LA ETERNIDAD
El domingo de Ramos de 1899 va al convento de Grenelle para presidir la
procesión. Luego evoca ante las Hermanas el Hosanna final del alma
salvada: “Cuando llegue el momento, saldremos al encuentro de Jesús
que vendrá hacia nosotros. Con la rama de olivo en la mano izquierda
y la palma en la derecha, entraremos en la Jerusalén celestial cantando:
“¡Hosanna en las alturas al Hijo de Dios que nos ha dado la paz y
que triunfa en nosotros!”. El Sábado Santo, 1 de abril, el padre
quiere bendecir la casa de las Hermanitas, como hace cada año. Después
le llaman al confesionario. Allí siente un violento dolor en el
costado derecho, quiere regresar a su convento para morir en su celda como
el más sencillo y último de los religiosos, pero se siente
demasiado mal para emprender el camino. Es necesario instalarlo en la pequeña
vivienda del capellán situada al otro lado del jardín. Allí,
en una habitación de pobre, baja y gris, se prepara para unirse
con su Señor. Tiene una doble congestión pulmonar que le
hace sufrir mucho, pero mientras lo atienden, no piensa más que
en su alma. Pide que le administren la Santa Unción. Luego, dirigiéndose
a la madre general de las Hermanitas, le manifiesta en pocas palabras el
gran móvil de toda su vida: “Hija mía, ame mucho a nuestro
Señor, ámelo con un amor único. Que el Señor
sea su Todo, y usted sea toda de Él. Todo lo que haga, hágalo
por Él”. El 2 de abril, domingo de Pascua, recibe el Viático
y pasa el día rezando. Su enfermera le pide que no se esfuerce tanto
porque se va a cansar, y él le responde: “Yo ya quisiera, pero ¡no
puedo dejar de rezar!”. El 3 de abril, el arzobispo de París, cardenal
Richard, va a visitarlo. Al salir, sólo puede exclamar: “¡Cómo
ama a Dios! ¡Cuánto ha trabajado por Él!”
Al anochecer, el padre da una última consigna a la madre
general de las Hermanitas: “Esté siempre a disposición de
Dios. Seamos siempre dóciles a su voluntad. La caridad, la caridad,
la fe, la esperanza, la caridad, es lo esencial. Me refugio en la misericordia
del Señor”. Hacia las once y media de la noche, con toda lucidez,
pide al P. Marie Jules, que le vela al mismo tiempo que dos Hermanitas:
“Quisiera la Sagrada Comunión”. Pero apenas el religioso se aleja,
los rasgos del enfermo cambian, y el Señor, respondiendo al deseo
de su siervo, viene a buscarlo. Es el lunes de Pascua, 3 de abril de 1899,
41 aniversario de su ordenación sacerdotal. “Sacerdote por la eternidad”,
ha ido a cantar con la Iglesia entera el aleluya de la victoria pascual.
Ha sido introducida la causa de beatificación del P. Esteban
Pernet, y el día 14 de mayo de 1983 el Papa Juan Pablo II promulgó
el decreto sobre la heroicidad de virtudes del Siervo de Dios. Oremos para
que pronto sea beatificado este gran apóstol de las familias obreras.


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